De Alta Gracia hacia el país

“No creo en el destino ni nada de eso, pero sí sé que hay algo dentro de cada uno; un fueguito, una brújula o una veleta. Y yo desde chico quería tener alas”, dice Jorge Cleva, uno de los constructores en aviación ultraliviana y experimental más reconocidos en el país. Cleva hace treinta años que vive en la ciudad de Alta Gracia y entre sus innumerables creaciones se encuentran alas delta, trikes, ultralivianos y anfibios, entre otros aparatos que surcaron los cielos. En la actualidad tiene 67 y pasa buena parte de su tiempo brindando conferencias y
asesorando a tesistas en la Facultad de Ingeniería Aeronáutica de la Universidad Nacional de Córdoba. Y claro, además también se dedica a seguir volando. “En el ala delta lo hago de paquete de otro (acompañante); pero y ahora estoy armando una adaptación para volar en un ultraliviano”.

El origen de una pasión
El recuerdo de los tiempos maravillosos siempre florece en la memoria de los hombres y Jorge Cleva no es la excepción a la regla. “En la persona siempre lo más interesante es lo emocional y no lo técnico”, asegura. Con la mirada firme, sentado detrás el escritorio de la improvisada oficina que tiene en su inmenso taller de pruebas, sus palabras comienzan a remontar vuelo hacia el origen de su pasión.
“Mis padres se habían separado y me criaron mis abuelos en una quinta que tenía 24 hectáreas en Villa Bustos, antes de llegar a Cosquín”. A ese lugar lo cataloga como un “paraíso” porque se realizaban cultivos de todo tipo y también se criaban animales de granja; además “tenía el río a 50 metros de mi cama entonces pasaba unos hermosos veranos”, rememora.

El lugar era el ámbito ideal para un niño y más para uno que no le sacaba la vista al cielo. “Cuando yo jugaba; mi bicicleta era un avión. Y si andaba a caballo, también era un avión. Todo lo relacionaba con andar por el aire cuando todavía no tenía ni idea de cómo se hacía un avión. Pero a mí los aviones me llamaban poderosamente la atención, sobre todo las estructuras cuando estaba sin el recubrimiento; es decir lo que tenía adentro. Era una cosa que me apasionaba y eso me llevó a hacer aeromodelismo desde muy chico”. De esos años felices, tiene el nítido recuerdo de una yegua que era su fiel compañera y resalta el grado de comunicación que había logrado con ese animal y con toda la naturaleza que lo rodeaba. “Era como un perro; yo venía del colegio, le silbaba y ella se acercaba. Le daba alguna fruta, la montaba en pelo y nos íbamos galopando por toda la costa del río. Nos comunicábamos naturalmente y volar también es un forma de comunicarse con la naturaleza”.

“El arte de conciliar las tolerancias”
Al fuego interno y a las ganas de construir sus propias alas para poder volar le hacía falta un incentivo; una idea disparadora. Y eso le llegó a mediados de la década del 60’ cuando en un tapa de la revista ´Mecánica Popular´, vio la foto de un Ala Delta con las primeras alas Rogallo  que tenían una estructura de cañas de bambú recubiertas de un film de polietileno. “Cuando uno va a hacer cualquier cosas hay que tener en cuenta dos pilares fundamentales, el ámbito y el contexto”, explica Jorge Cleva y agrega: “En esa época yo practicaba el salto con garrocha que también es una forma de volar. Y las garrocha eran de caña tacuara; entonces cuando vi la tapa de esa revista me di cuenta que esas alas las podía hacer, que estaban a mi alcance. Y a las cañas sabía dónde conseguirlas porque donde yo vivía había un cañaveral”.

Su padre trabajaba como en una fábrica como proyectista y fue el que lo ayudó a dar los primeros pasos en la construcción de las aeronaves. “La parte de ingeniería me la solucionaba él; además me enseñó que primero había que hacer un plano, es decir, tener un métodos de trabajo y siempre me decía que fabricar es el arte de conciliar las tolerancias y eso me quedó grabado para siempre”. Esas palabras de su padre fueron fundamentales para aprender a canalizar todo el caudal inventivo que le brotaba cuando comenzó a diseñar aviones para concursar. “Me interesaba hacer algo que volara pero que naciera de mí”, evoca.

Primer intento accidentado
En la época en que comenzó a construir sus primeros aparatos no había teléfonos y mucho menos internet. “Recuerdo que había pedido por carta a una fábrica de Estados Unidos que me envíen unos planos”, dice Jorge Cleva y agrega que “entre idas y vueltas armé mi primer ala delta y además fui mi propio piloto de pruebas. El tema fue que me caí y me rompí todos los huesos. Ahí aprendí que uno no puede hacer todo y que había que ponerse a estudiar”. Fueron dos meses largos de internación y reponerse definitivamente le llevó prácticamente un año entero. “Cuando estaba internado a la novia que tenía en ese momento le dije que cuando me levantara de la cama iba a volver a volar; lógico, no volvió nunca más”, cuenta en el mismo instante que suelta una carcajada y añade: “Y además cuando estaba ahí me llega el plano que había pedido; pero ya había cometido la inconsciencia”.

Volver a empezar
Antes de volver a retomar la construcción de aeronaves, Cleva trabajó en múltiples proyectos sobre todo porque ya había formado una familia. “Tenía una fábrica de muñecos de paño y nos iba muy bien hasta que vino Martinez de Hoz, abrió la importación y no vendimos más nada. Pero como siempre estuve buscando algo que me diera para vivir y poder destinar un tiempo para lo que yo quería hacer, ya me había armado un tingladito en el fondo de mi casa donde ya había empezado a hacer algunos experimentos”.

Así que con las precauciones necesarias porque “no podía volver a quebrarme” Cleva volvió a construir sus alas y también a volar de vez en cuando. “Comenzó a haber una buena demanda y podía hacer lo que me gusta”. A pura actitud y esfuerzo, el sueño de ese niño que quería volar ya e había transformado en realidad.

Un artesano de los aires
Jorge Cleva destaca que tiene el don de armar buenos equipos de trabajo a la hora de llevar adelante un proyecto determinado. En todos estos años ha fabricado todo tipo de aparatos que vuelan como también velas para barco y de windsurf. “Cuando viene alguien y me dice que quiere construir una ala delta; primero lo mando a que estudié cómo funciona un barco a vela. Ahí nace todo esto”. Rechazó varias propuestas de trabajo que le llegaron del exterior, porque “en algunos lugares me querían poner en una línea de montaje y no sirvo para fabricar una avión en serie. A mí me gusta más la artesanía y el trabajo creativo”.

A pesar que no se considera un buen piloto porque su pasión reside mayormente en la fabricación tiene su buena cantidad de horas de vuelo. Y justamente su orgullo es ese y lo relata sin tapujos: “Cuando veo una volar una ala delta que hice yo hasta el día de hoy se me caen las lágrimas. Nunca fabriqué algo que no haya volado y ninguno se mató con un aparato mío; no tengo ningún prontuario”, concluye Jorge Cleva mientras esboza una sonrisa que destila sinceridad y franqueza.

Las alas de los Rogallo
En el año 1948 en Estados Unidos, el ingeniero Francis Rogallo y su esposa Gertrudis, inventaron el ala flexible o también conocida como el ala Rogallo. Dos años más tarde, la NASA buscaba un paracaídas controlable para el programa Apollo, y aceptó trabajar e investigar el ala flexible pero en 1965 descartó el uso de las alas Rogallo. Sin embargo, los pilotos deportistas las adoptaron para el vuelo libre que se convirtió en deporte popular y de competición en muchas partes del mundo, especialmente en Europa, Australia, Nueva Zelanda y EE. UU. En el caso de Jorge Cleva, el descubrimiento de las alas Rogallo fue el punto de partida para a materializar su sueño y las empezó a construir en nuestro país.

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