Editorial

Quien quiera oír…

Un colegio secundario de Alta Gracia les niega a dos adolescentes hipoacúsicos la posibilidad de realizar allí sus estudios.

Estudios que para ellos- a diferencia de la mayoría de los jóvenes- significa la concreción de un sueño.

Los argumentos: desde el colegio básicamente alegaron que las maquinarias podían resultar inseguras para los niños aun considerando que si bien muchas de ellas tienen señales sonoras para alertar de algún peligro, otras, poseen además señales visuales, que perfectamente podrían haber sido advertidas por una persona sorda.

Cabe aclarar además que la elección de una escuela técnica se hace justamente en busca de una formación que capacite a estos jóvenes y les posibilite tener un oficio.

Mientras aquí decían que no, desde otras tantas comunidades educativas llegaban invitaciones para incluir a los chicos en sus propuestas áulicas. Sin embargo, la polémica ya se había desatado: ¿Fue la negativa un acto de discriminación hacia dos personas con capacidades diferentes? ¿Un acto de intolerancia? ¿o significó reconocer los límites de una institución que no está preparada para aceptar este desafío? ¿la negativa se traduce en “con esto no podemos” o “con esto no queremos”?

Hoy, todos los programas educativos tienden a incluir a las personas con capacidades diferentes.

Desde los ministerios, los gobiernos, las organizaciones que trabajan con menores, las escuelas especiales; desde todos los espacios que tienen voz, se habla de integración, de inclusión.

A veces aunque más no sea para crear vínculos, para socializar, puesto que la escuela funciona, a veces, como esa preparación para la vida en sociedad dado que allí se aprende no sólo de las disciplinas curriculares, sino y por sobre todo, a convivir.

Y por eso sería tan necesaria la integración de personas con capacidades especiales a las escuelas “normales”. Para que todos aprendamos a convivir con nuestras diferencias.

En el discurso suena bien.

Pero a menudo la realidad muestra otra cosa. Muchas veces en materia de Educación parecemos quedarnos con eso de “las buenas intenciones”. Y si bien aquí no nos conducirán al infierno, nos dejarán cerquita del fracaso.

Aplaudimos la integración.

La promovemos y la propiciamos.

Pero no basta con decirlo e impulsarlo. Hacen falta escuelas preparadas y docentes preparados.

Una escuela preparada para la diversidad no es sólo poner una rampa; los edificios escolares no están pensados para sillas de ruedas, no hay información en braille, no hay señales visuales.

Ni siquiera hay un baño donde pueda entrar una silla de ruedas, ni pupitres adaptados.

Y los docentes tampoco están listos para esto. Hoy la escuela piensa un docente que no existe.

Se imagina un docente capacitado en su área del conocimiento, capacitado en la utilización de las nuevas tecnologías, adaptado a las nuevas realidades sociales, capaz de escuchar, de tender una mano; de poder con las necesidades de 30 (o más) adolescentes que demandan atención.

De sostener un sistema que hoy resulta obsoleto. Y en medio de todo esto, el docente, muchas veces, no sabe qué ni cómo hacer con esos alumnos “especiales” que demandan una atención especial, un conocimiento especial, una maestra especial que no siempre está, un lenguaje especial que no siempre conoce.

Y no siempre están dadas las situaciones para que un alumno con capacidades especiales esté en una escuela.

Porque entendemos que la inclusión no significa sólo tenerlo allí sentado. Se lo estaría excluyendo más aún si permaneciendo allí sentado, no se le enseñara nada.

No significa que no podamos.

Significa que tal vez no estemos preparados.

Porque la Escuela históricamente no fue concebida para lo diferente, por el contrario, tiende a la homogeneización, a la uniformidad.

Al igual que la formación docente, aún cuando se hable de tolerancia, hoy sigue basada en una práctica que intenta que todos los sujetos aprendan lo mismo y de la misma forma.

Dejar a un niño con capacidades diferentes fuera del sistema sea tal vez un acto de discriminación (mucho más cuando se trate de una institución basada en normas religiosas ¿no?).

Dejar sólo al docente con esto, también.

Hablar de integración por lo tanto, debe ser, hablar de un proyecto colectivo donde participe el Estado, padres, directivos, inspectores, docentes, alumnos. No sólo un discurso bonito y hueco.

Para que cuando hablemos de inclusión, nadie quede excluido.

Hace falta un espacio- el Consejo de la Discapacidad quizás – donde se hable y se construya en este sentido, donde se hable y se haga para que las palabras no se las lleve el viento, donde todos aprendamos, construyamos, aportemos, discutamos; donde quien quiera sumar, sume y quien quiera oír… que oiga.

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